Que trucha era la sintonía, la tuya, y de nadie mas, que
truchada. Recuerdo entonces mi idiotez. Mi momento de pelotuda acción, de
insensata frustración, pero merecida. Porque debe ser un poco así, siempre,
cuando una cosa no sale, por mas pelotuda que sea, se siente la negación de
dios (si existiera), su contra, la expresión al cielo que dice “ni siquiera esta me das” y quién sabe
cuantas otras expresiones de incansable frustración mas.
Pero no me quiero desviar del tema, el tiempo que me terminé
apartando de encima, de mi ropa, de mi contextura, de mi cada vez más
interesada necesidad de escuchar tu sintonía. Esa que me endulzaba los oídos, y
caía como un beso de madrugada cuando dormís y te le asaltan de amor.
¿Y ahora?
Digamos que me encantaría tener ganas y tener con quien
salir esta noche, la lluvia me motiva a moverme en la ciudad como pez en el
agua, pero al estar en ese estado raro de soledad introspectiva, no quiero
forzar a despejar mi mente de lo que quizás aún no comprenda que debo pensar.
Entonces mis cañones vuelven a apuntar a tu sintonía, la que
vos sabes que sonaba perfecta, como un relojito, como los besos que dabas, como
tu extraña forma de hacerme entender lo que iba a ser para siempre mientras
dure, mientras seamos eternos, mientras no pensemos en el pasado ni en el
futuro, porque la eternidad es eso, es no tener conciencia de lo que fue y
será, y perder el tiempo que transcurre como si fuera una máquina continua que,
al parecer, cada vez avanza más y más rápido.
¿Qué me queda del fin de esa eternidad? La sintonía (¿la
escuchan?).
La que silbo todos los días mientras contemplo los cielos de
cemento que suelo observar
detenidamente, desde el suelo, desde mi cama, desde mi silla, desde mi alma. Y
la risa que se me dibuja es el justo momento de esas notas perfectamente
cálidas y bien ubicadas en el momento
que termina la introducción y ya estamos en ese estado de no tener nervios de
vernos y pensar que todo va a ser eterno. Entonces ahí destruyo el CD a
sopapos.
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